En medio de la presente coyuntura, preocupante en cuanto a sus efectos políticos, sociales y económicos, vale la pena echar una ojeada a una ideología política que, de haber alcanzado el poder, habría podido encauzar el rumbo del Perú en el siglo XX, ofreciendo las reformas necesarias para garantizar el orden más justo, y evitar la tensa situación en la que vive la República faltando poco más de un mes para el bicentenario de la proclamación de la independencia.
En los últimos 130 años, el magisterio de la Iglesia no ha dejado de mantener una constante atención sobre los problemas que afectan a la humanidad, desde la situación del obrero y el rechazo de la lucha de clases, hasta los problemas medioambientales y el drama de la población migrante. Con ello, ha trasladado el mensaje de la revelación cristiana a la realidad de un mundo cada vez más desafiante.
Las ideas socialcristianas encuentran su origen, entonces, en la revelación cristiana y en la doctrina social de la Iglesia. Su aspiración máxima es la búsqueda del bien común, en base a la dignidad de la persona humana. Esta impronta humanista apuesta también por el régimen democrático en base a la voluntad mayoritaria y al respeto por las minorías. Su mirada hacia la realidad nacional, sobre la base de principios como la libertad, la solidaridad y la subsidiariedad, entre otros, trata de ofrecer soluciones a los numerosos problemas que nos aquejan, en aras del beneficio de todos los peruanos.
El socialcristianismo en el Perú tiene una larga y rica trayectoria intelectual. Podemos mencionar los nombres del maestro Víctor Andrés Belaúnde, del dialéctico Héctor Cornejo Chávez, del enciclopédico Antonino Espinosa, del recientemente fallecido Luis Bedoya, y las numerosas publicaciones del Instituto de Estudios Social Cristianos. Dos partidos políticos, errores y polémicas aparte, proclamaron defender sus postulados: la Democracia Cristiana, y luego el Partido Popular Cristiano. Estos últimos llevaron la prédica socialcristiana a los debates que dieron origen a la Constitución de 1979, en especial, en la idea de la economía social de mercado, modelo recogido en la actual Constitución de 1993, y que fomenta la competitividad de la economía de mercado a la par que afirma el rol del Estado como árbitro y no director del juego económico.
Y sin embargo, a pesar de la enorme vinculación que el cristianismo tiene en la historia nacional, a la coherencia doctrinal, a sus postulados morales, al respaldo internacional, el socialcristianismo no llegó a tener en el Perú la fuerza y arraigo popular que tuvo en otros países latinoamericanos como Chile. A lo mejor faltó carisma, tal vez el liderazgo no estuvo a la altura o quizá no supieron (o no pudieron) identificarse o difundir su ideario entre amplios sectores de la población. Este último punto (creemos) fue siempre su talón de Aquiles, a pesar de la juventud de numerosos socialcristianos distribuidos a lo largo del vasto territorio peruano, lo cual permitió ataques y tergiversaciones en relación con la doctrina e ideario socialcristianos. Viene a mi memoria, el que con motivo del fallecimiento de don Luis Bedoya Reyes, en medio de los recuerdos, de las señales de respeto y de las condolencias, no faltaron los que, a través del anonimato de las redes sociales, sacaron a colación un fragmento de un discurso en la Asamblea Constituyente en relación con el voto de los analfabetos, fragmento que tomado fuera del total del discurso se prestaba para atacar la memoria del difunto.
En tal sentido, viendo las noticias inquietantes de estas polarizadas elecciones, vino a mi memoria unas reflexiones de don Antonino Espinosa, afirmando que los políticos socialcristianos debían tener tres deberes exigentes: mirar al pasado con comprensión, ser sensibles ante los retos del presente evitando caer en la tentación de intelectualismo, y movilizar la capacidad para posibilitar un futuro pleno. Y esos deberes, empujan a tres trabajos concretos: permanente definición de valores y metas, conocimiento de la realidad, y creatividad para proyectar el futuro. Tales deberes y desafíos siguen pendientes en aras de la forja de una forma de hacer política con altura, con valores para afrontar los crecientes desafíos del incierto futuro de nuestro país.