Doce Constituciones nos han regido a los peruanos en nuestros 200 años de vida independiente, signo no de que seamos un país de constitucionalistas de pura cepa sino más bien de revoltosos, de irrespetuosos del orden vigente, de caudillos con el complejo de refundar el país y de poner su firma en aquel documento que nace siempre con vocación de permanencia y que, conforme la historia nos ha mostrado, dura en varios casos, mucho menos que las leyes que nacen bajo su amparo.
Javier Alva Orlandini llamaba a esto “El círculo vicioso”, en uno de sus libros titulado así, donde reseñaba las reformas que él había propuesto a la entonces vigente Constitución de 1979, oponiéndose y preguntándose si se pariría otra carta magna en 1993. “Documento del 93” como la llama despectivamente Alberto Borea Odría.
Resulta que el tal documento del 93, nuestra vigente Constitución, es ya una de las más duraderas de nuestra historia, una que nunca ha sido puesta en pausa – como sí lo fueron otras que fueron reemplazadas por corto tiempo por otras Constituciones para luego recuperar su vigor – y que además nos ha permitido salir de crisis constitucionales serias, como renuncias presidenciales, disoluciones y vacancias que en otros tiempos habrían significado más de un cuartelazo.
La de 1933 por ejemplo, sin ser derogada formalmente, fue reemplazada para todos los efectos por el Estatuto Revolucionario de las Fuerzas Armadas durante el docenio militar de 1968 a 1980, hasta que se dictó y promulgó la Constitución de 1979, llamada con ilusión por Víctor Raúl Haya de la Torre, “la primera Constitución del siglo XXI”. Ni él ni la carta magna en la que puso su firma llegarían al siglo XXI, haciendo honor a tan nefasta tradición peruana de poca duración de nuestras Constituciones. .
Ninguna Constitución peruana ha sido reformada o reemplazada por los mecanismos dispuestos por ella misma, por lo que va siendo ya momento de romper con esa arraigada costumbre. Cuando la realidad nacional, los hechos y la experiencia del diario vivir de nuestro país nos haga ver como necesario el reformar algunos artículos o instituciones de nuestra Constitución, respetemos el procedimiento que para tal fin existe en ella misma.
El artículo 206° de la Constitución dispone que toda reforma constitucional debe ser aprobada por el Congreso con mayoría absoluta del número legal de sus miembros y ratificada mediante referéndum o aprobada en dos legislaturas consecutivas con votación calificada de dos tercios. La ley de reforma no puede ser observada por el Presidente de la República.
Como es fácil colegir de la lectura de este artículo, la Constitución se reforma mediante esos dos caminos descritos, entre los que no se encuentra la convocatoria a una Asamblea Constituyente ni tampoco el convocar a un plebiscito para preguntarle al elector si desea reformar la Constitución o no.
Mientras que el artículo 32° establece q.- Pueden ser sometidos a referéndum:
El ciudadano puede participar en un referéndum de reforma constitucional si previamente el Congreso ha aprobado en primera votación, la reforma de algunos artículos o de la totalidad de la Constitución, con un texto preciso que es el que se sometería a consulta popular para que tenga rango constitucional.
El artículo 32° concluye disponiendo que no pueden someterse a referédum la supresión o la disminución de los derechos fundamentales de la persona, ni las normas de carácter tributario y presupuestal, ni los tratados internacionales en vigor.
Importante este párrafo por si algún presidente autoritario pretende conculcar derechos fundamentales como la libertad de culto y de expresión, el derecho de los padres a dirigir la educación de sus hijos, el libre tránsito, por citar algunos, y basar aquellos atropellos a nuestros derechos en el resultado de una consulta popular donde la gente adormecida o cegada por el culto a la personalidad del líder, pueda votar a favor de la disminución de esas libertades.
Lamentablemente el Derecho tiene sus fisuras porque la realidad supera a aquello que pudieron prever los legisladores o constituyentes cuando redactaron los textos legales o constitucionales y porque algunos malos detentadores del poder las aprovechan para conseguir sus nada santos fines.
Nos decía en clase el renombrado y recientemente fallecido constitucionalista César Valega, que la Constitución francesa tenía un artículo que disponía que lo único que no podía ser modificado era la forma republicana de gobierno. Reflexionaba luego que ese escollo se salvaba reformando primero ese artículo y luego aquel que consagraba a Francia como una república.
La excandidata Verónica Mendoza proponía como lo hace también el candidato Castillo, una nueva Constitución, poniendo como principal razón que la actual y vigente “nació durante una dictadura”, cosa que no es del todo cierta, y desconociendo que su predecesora de 1979 nació sí, bajo la dictadura militar de Francisco Morales Bermúdez como casi todas las que nos han regido, redactadas para darle una salida constitucional a algún presidente golpista, o para retomar la democracia luego de una dictadura, etc. Son pocas las que no han tenido ese origen. Interesa pues que rompamos esta vil tradición de cambiar la Constitución cada vez que un alucinado militar o político con ansias de refundarlo todo intente hacerlo y nos contagie de ese propósito; una propuesta así no debe contar más con nuestro apoyo, ya que una nación madura requiere una Constitución permanente