05 / 07 / 2021

LA VISIÓN CRISTIANA DE LA VIDA

La civilización occidental, que yo integro, se ha ido perfilando durante siglos y siglos. Sin embargo, puede decirse que sus bases son muy reconocibles en el tiempo y en el espacio, y además no tan variadas. Por un lado, está el legado de un pueblo pequeño, perdido en el espacio físico del oriente medio. Al lado de sus coetáneos, casi ni debiera figurar, a no ser precisamente por la paradoja de su influjo en los imperios que coincidieron durante los siglos de su inicio en la historia: Egipto, Mesopotamia, China, Persia… Ninguno de ellos es ahora, obviamente, como lo fue en sus inicios. En cambio, este pequeño pueblo persevera en su intento de considerarse el salvador de la humanidad. Ciertamente me refiero a los hebreos, nacidos en la Judea y por tanto conocidos como el pueblo judío. Su cultura y su civilización reciben ese nombre; y la entera civilización occidental está compuesta en parte por su legado.

         Junto a la impronta judía, y también por paradoja, se encuentra la influencia de un pueblo con vocación no solo universal sino eterna, el cristianismo. Nacido en el ambiente judío de la última hora de la primera parte de esa historia (la judía) y rápidamente expandido por todo el mundo conocido en este entonces como el mundo antiguo, el cristianismo tuvo la gloria de dividir la historia según su perspectiva: antes de Cristo y después de Cristo. Al menos de esa forma vive una gran parte de la Humanidad desde hace siglos.

         Algunos considerarán pertinente llamar a la civilización gestada a partir de esta visión del mundo, civilización occidental cristiana. En honor a la justicia, otros preferimos llamarla civilización occidental de raíz judeo-cristiana. Dejo en el tintero a muchas culturas actuales de honda raíz oriental, pero con nítidos rasgos occidentales (el Japón de hoy, la China no comunista, los pueblos de Oceanía, los del medio oriente profundamente influidos por el capitalismo de occidente); pero lo hago consciente de que la influencia judeo-cristiana en esas culturas es ínfima, ya que se han quedado con rasgos materiales de la misma, que no reflejan enteramente el núcleo civilizador judeo-cristiano. Hasta estoy tentado a decir que hoy por hoy, ni siquiera Europa es civilización occidental en el sentido en que la propongo, ya que de cristiana le quedan sólo algunos gestos.

         Me considero deudor de la visión judeo-cristiana del mundo, del hombre y de la vida. Por eso mi perspectiva asume lo aprendido por mis mayores (padres, abuelos) en la vida y en el relato. Sé que en el momento en que me separe de esas raíces, me convertiré en un ave pasajera, con el peligro de no saber ni de dónde vengo ni a dónde voy.

         Según ese testimonio, entendemos que el mundo (y con él la entera realidad) fue creado; que, por tanto, existe un Creador; que los hombres, hechos a su imagen y semejanza venimos al mundo con el propósito de colaborar con la obra de la creación iniciada por su artífice, pero entregada a la libertad humana para que lo perfeccione; entendemos como salidas de las manos del hombre el arte, la ciencia, la técnica, elementos configuradores del mundo; conocemos que existe el tiempo como limitante de la realidad, ya que nos habla de un principio y un final. Sabemos todo esto no porque la sabiduría humana haya ido penetrando en los arcanos del Creador sino porque este ha querido revelarse al hombre, hasta el punto de enviar a su Hijo para que nos enseñe a ser colaboradores de Dios Creador.

         De esta manera hemos conocido también que no hay contraposición entre lo que nuestra inteligencia percibe y lo que la fe nos indica, ya que son modos diversos de acercarse a una única Verdad; que no ha habido nunca ni puede haberla, una contraposición entre razón y fe; y cuando creemos hallarla es nuestra insuficiencia la que nos sirve el engaño.

         También de esta manera hemos llegado a saber que se nos ha dotado de voluntad libre con la que decidir aceptar o no la realidad. Por eso nos debatimos permanentemente en la duda entre la percepción del bien y la acechanza del mal, que no es otra cosa que el ocultamiento de la verdad, por defecto o por malicia.

         Que el mal entró a la realidad en el momento en que se dio la primera rebelión humana, que consistió en querer ser como Dios; que esa inquietud está permanentemente presente en la naturaleza del hombre (en su realidad más íntima) y lo lleva a una incesante lucha.

         Que, según esa naturaleza, el hombre fue creado macho y hembra, ya que quiso el Creador que le sirviese con sus miembros en la finalización del género humano. Y ya que la imperfección se apoderó de la voluntad del hombre y, sobre todo de su corazón creado para amar, con frecuencia los hombres encuentran una doble ley en sus miembros (atestiguada por todos los santos) que le advierten de apetencias contrarias a su naturaleza.

         Este es, a grandes rasgos, el acervo judeo-cristiano que fue inscrito con la vida y con la sangre de nuestros antepasados. Durante muchos siglos la comprensión de esta visión fue realista y pacíficamente recibida. Colaboró la ciencia humana encontrando un sentido a la historia y a la vocación personal. Pero como en bastantes narraciones literarias, he aquí que después de mucho tiempo, la percepción de la realidad cambió. Si hasta el siglo XVII las gentes utilizaron esos patrones intelectuales y vitales para manejarse personalmente y en sociedad, de pronto un genio quiso realizar una revolución intelectual (y la consiguió, aunque seguramente ahora le pesaría) y determinó (así, sancionó) que debería ser la razón quien midiera la realidad y no como razonablemente es: la realidad quien mida la razón, como había sucedido casi siempre antes.

         A partir de allí se han producido innumerables intentos de desacreditar la verdad (llamándola subjetiva, dudosa en su naturaleza, imperceptible); y por ello también desacreditando el bien, de manera que parezca relativo, innecesario por naturaleza, y hasta individual. De esa forma, la moral por la que se ordena el hombre a la realidad no tiene sentido; y la ciencia se ordena a sí misma, no a un objetivo trascendente; la técnica se independiza de toda normativa ética; el arte se “libera de ataduras” para convertirse en una nueva religión, con su culto propio: el espectáculo. Y el hombre, una vez más, se siente el creador del universo y, por ende, su dominador.

         También el corazón, como hemos apuntado, creado para amar, ha sufrido la debacle; y para ello ha bastado que se tergiverse la realidad recreando mediante el marxismo cultural un lenguaje, a tono con los objetivos planteados, con el cual el amor es un sentimiento y el servicio, servilismo; que no es necesario respetar, sino que basta tolerar; que cada uno posee su verdad y que basta con que nadie haga daño a nadie para construir la paz social.

         No deseo ahora invocar razones sobrenaturales para entender esta situación cultural, aunque bien la ameritan. Prefiero utilizar el sentido común y la simple razón para llegar al núcleo del problema que la Humanidad tiene en este siglo XXI, al haber abandonado toda raíz por motivos muy diversos. Solamente en esas sociedades en donde aún subsiste un mínimo de autoridad apoyada en la tradición, el problema básicamente occidental es, en todo caso, de otro orden. En cambio, en las sociedades occidentales, al haber abandonado las raíces occidentales judeo-cristianas y carecer de un principio de autoridad (apoyado en la misma realidad), el hedonismo, el relativismo, el consumismo como estilo de vida, el materialismo que desdeña principios trascendentes que expliquen el sentido de las cosas se han apoderado masivamente de los ambientes familiares y sociales, dañando compulsivamente a las personas y su percepción de la identidad personal y colectiva.

         Ha hecho mucho daño el seguir lo que en su momento fueron modas intelectuales y culturales: el existencialismo, el subjetivismo, el marxismo, el liberalismo; y criar a los hijos y discípulos en la extraña manera de acercarse a la realidad con la inteligencia: el cinismo. Desatados de ligaduras naturales (toda realidad las tiene), han ido y van a la deriva creyéndose libres. Como esa sensación de aparente libertad es cínica, se defiende burdamente, no vaya a ser que sean convencidos en la verdad. Conocemos los arrebatos de intelectuales, artistas, pseudo científicos, que proclaman su “libertad” y no la razonan: los movimientos feministas, el neo nazismo, la ideología de género. Según el nuevo lenguaje, todos tenemos derechos que defender, aunque no parezca claro que tengamos deberes que cumplir. Y esos derechos humanos, nobles en su principio, se han convertido por arte de magia, en enemigos de la verdadera libertad: el derecho a vivir se ha convertido en derecho a morir; el derecho a ser feliz se ha convertido en derecho al placer; el deber del compromiso se ha trastocado en el derecho a la autopercepción subjetiva y polivalente.

         No solo no reniego de mis raíces judeo-cristianas sino que ahora más que nunca las valoro porque me indican quién soy, dónde estoy y hacia dónde me dirijo. Defenderé con todas mis fuerzas la libertad de ser realista y vivir de acuerdo a lo que me legaron mis antepasados. No creo en la actitud cínica de quienes defienden la falsa libertad de hacer con la propia vida lo que a cada uno le dé la gana. Pero también percibo la honda responsabilidad de convencer al mundo que se está perdiendo lo mejor, por el capricho de querer ser cada uno él sólo, él mismo.

         No es tarea fácil. Sin embargo, es un imperativo de tal naturaleza (están en juego la dignidad y la responsabilidad humanas) que es del todo necesario acometerla. Por otro lado, a las premisas naturales que abren este discurso es necesario definirlas desde una perspectiva trascendente que las perfeccione y complete.

         Me voy a servir de algunas consideraciones acerca del Misterio, hechas por Joseph Ratzinger en su libro Ser cristiano escrito proféticamente en el año 1967 (Ediciones Sígueme, Salamanca, España).

         Después de introducir el tema del sacramento en la percepción que el hombre de todos los tiempos se hizo, y afirmar que la intuición del misterio antes del cristianismo está reducida al ámbito “cósmico-natural” (cfr. p. 147), Ratzinger se pregunta: ¿entonces “qué es un sacramento cristiano”? (p. 148). “Nuestras reflexiones previas adquieren su valor auténtico: si podemos llamar sacramentos (como hacía la iglesia en los comienzos) a los hechos históricos (había señalado el diluvio, el paso del mar rojo, las bodas de Caná), a las palabras de la Escritura y a las realidades del culto, significa que el antiguo concepto de sacramento incluye una interpretación del mundo, del hombre y de Dios que está persuadida de que las cosas no son puras cosas y materiales de nuestro trabajo (con el que el hombre elabora el mundo) sino, al mismo tiempo, señales indicadoras del amor divino, perceptibles para que el que mira con profundidad. El “agua” no es sólo H20, un elemento químico que podemos transformar en otro con determinados procedimientos y utilizarlo en numerosas ocasiones. El agua del manantial, cuando la encuentra en el desierto el viajero sediento, revela en parte el misterio de la consolación que crea una nueva vida en medio de la desesperanza; las aguas de la corriente, que reflejan en sus ondas el brillo del sol, hacen visible la fuerza y la gloria del amor creador y también la energía mortal con que puede arrastrar al hombre cuando se pone en su camino; la majestad del mar transparenta el misterio que describimos con la palabra “eternidad”. “La idea sacramental de la antigua iglesia (dice más adelante) expresa una condición simbólica del mundo, que no disminuye en nada su realidad terrena, pero que resulta inaccesible al análisis químico, aunque no deja de ser real: son las dimensiones de lo eterno, visibles y presentes en el tiempo”. (pp 149-150).

         Lo que a continuación viene nos es particularmente importante para terminar de definir la visión cristiana del mundo: “también aquí resulta claro (señala) que hemos dicho algo decisivo para el hombre: igual que las cosas no son puras cosas, material del trabajo humano, tampoco el hombre es un puro funcionario que las manipula, sino que experimenta en la transparencia del mundo su eterno fundamento y su destino: se conoce como el llamado por Dios para Dios. La llamada de la eternidad le constituye en hombre. Casi podríamos definirla como una esencia capaz de lo divino. Lo que intenta describir la teología con el concepto de “alma” no es sino el hecho de que el hombre es conocido y amado por Dios de forma distinta a los otros seres inferiores: conocido, para ser conocido de nuevo, amado para ser más amado” (p. 150).

         (Los sacramentos cristianos) “Ante todo expresan la dimensión vertical de nuestra existencia; nos ponen en contacto con la llamada de Dios, que es la que nos convierte en verdaderos hombres. Pero también nos indican la dimensión horizontal de la historia de la fe que parte de Cristo, ya que la existencia humana, en su forma concreta, descansa sobre este elemento horizontal, está condicionada históricamente, y sólo se realiza en este condicionamiento histórico. En el caos de la historia humana, que parece acorralar al hombre en el ámbito de la culpa, los sacramentos le conducen a la comunidad histórica con aquel hombre que, al mismo tiempo, era Dios. De este modo, a pesar de las ataduras inevitables de la historia, y precisamente a través de ellas, le introducen en la unión liberadora con el eterno amor de Dios, que se ha introducido en lo horizontal para sacarnos de esta cárcel”. (pp 152-153)

         Resulta casi evidente que sólo la dimensión trascendente que aporta el misterio cristiano con su llamada a la eternidad, es capaz de resolver las inmensas y trágicas disyuntivas del hombre contemporáneo. La angustia, la desesperación, el sinsentido de la existencia y, más contemporáneamente, el rechazo de toda normatividad como extemporánea y dictatorial (el apelo al machismo, al patriarcado, a la falta de tolerancia de toda diversidad) se explican fundamentalmente por esa exclusión.

         De manera que no rechazaré mis raíces; no me siento llamado a ello. Menos a ponerlas en el banquillo de los acusados por un enervante “sentido crítico” del juicio que supuestamente me exige la adquisición de todo conocimiento. El neo marxismo cultural me pide deconstruir todo conocimiento para adecuarlo al formato del “pensamiento único” y así poder vivir en un mundo en que todos seamos participantes de un nuevo orden universal, sin credo, sin fronteras, sin personalidad cultural.

         La visión del mundo judeo-cristiana me instala apaciblemente frente a un mundo convulso pero mío; difícil pero abierto a mí libertad; exigente y duro, pero que cuenta con mi debilidad y sobre todo con el convencimiento de que no estoy sólo: se me ha prometido la gracia para sobrenaturalizar todo lo humano.

Categoría: Persona Humana

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Jesús Alfaro Peñafiel

Capellán de la Universidad de Piura. Julio de 2021