Escribe: Freddy Centurión |
En los últimos meses, es lamentable notar el afán populista de importantes bancadas de nuestro Congreso, aprobando leyes que pueden sonar a música celestial para muchos, pero cuya implementación sería sumamente onerosa para el Estado, y más en un contexto crítico como el que nos encontramos.
Nuestras primeras Constituciones no mencionaron el tema de la iniciativa del gasto por parte del Congreso. Revisando las páginas de “El Peruano”, se puede encontrar iniciativas diversas, como la edición de manuales y tratados por cuenta del Estado, la concesión de pensiones para viudas y huérfanos de veteranos de guerras pasadas, la construcción de monumentos para políticos destacados, o la asignación de fondos ante desastres naturales. Sin embargo, para un Estado cada vez más técnico, luego de la guerra con Chile, urgía evitar esos gastos que salían de los límites del Presupuesto.
El abuso en la iniciativa de gasto por parte del Congreso, llegó a extremos tales a inicios del siglo pasado, que acabó siendo una de las causas de conflicto entre Legislativo y Ejecutivo. En 1914, el presidente Billinghurst recogió como uno de los considerandos en su frustrado proyecto de disolución del Congreso: “la experiencia ha demostrado que la iniciativa parlamentaria, forzosamente múltiple e irresponsable, en los gastos inmediatos ocasiona dilapidación progresiva; y que la regularidad y el orden en el manejo de la hacienda pública imponen al Gobierno, directamente responsable, la iniciativa en la formación del presupuesto y al Congreso la sanción que debe limitarse a aprobar, desaprobar o modificar sus partidas”.
No es de sorprender que cuando Leguía volvió a la Presidencia en 1919, uno de los puntos plasmados, primero en el plebiscito constitucional, y luego en la Constitución de 1920, fuese prohibir al Congreso “otorgar gracias personales que se traduzcan en gastos del tesoro, ni aumentar el sueldo de los funcionarios públicos, sino por iniciativa del Gobierno”. Tal prohibición fue conservada en las Constituciones de 1933 y 1979, hasta llegar al artículo 79° de la vigente Constitución de 1993: “Los representantes ante el Congreso no tienen iniciativa para crear ni aumentar gastos públicos, salvo en lo que se refiere a su presupuesto”. El Congreso sólo podría modificar la distribución de las asignaciones presupuestarias, sin alterar el límite del gasto fijado por el Ejecutivo.
Desde los años 1990 se impulsó a que los proyectos de ley presentados al Congreso, contasen con un análisis de costo y beneficio. Sin embargo, hemos visto en los últimos años proyectos de ley polémicos, no sólo por sus motivaciones (que han existido numerosos proyectos con motivaciones mezquinas) sino por su deficiente sustentación y análisis económico. Ya en 2006, el Banco Interamericano de Desarrollo, había considerado “baja” la capacidad del Congreso peruano, puesto que su papel en el desarrollo de políticas públicas era más reactiva que constructiva.
Y si nos quejábamos del Congreso disuelto en 2019, el que ha seguido ha resultado populista hasta el extremo, y no ha dudado en aprovechar la coyuntura trágica de la pandemia y la necesidad económica de la población para proponer y aprobar leyes contrarias a cualquier manejo responsable de las finanzas públicas en una situación ya de por sí dramática. Y cuando dichos proyectos han sido convertidos en leyes, el Ejecutivo ha recurrido al Tribunal Constitucional, con cuyas decisiones podemos o no estar de acuerdo, pero que ha construido un importante corpus interpretativo para comprender el alcance y sentido de nuestra Constitución.
La pasada semana, el Tribunal Constitucional ha fallado en contra de una de estas leyes, quizá la más conocida por los actores involucrados, la Ley N° 31083, que estableció la devolución de aportes de la ONP. Como dijo en su fundamento de voto, el magistrado Blume: “el análisis de constitucionalidad de la norma impugnada no solo pasa por impedir la injerencia del Congreso de la República en el gasto público, sino también por ponderar el ejercicio de las competencias constitucionales de cada ente o poder público, a fin de no solo optimizar el mandato internacional de garantizar el derecho a la pensión como derecho humano y fundamental, sino de hacerlo materialmente posible”.
Es lamentable ver, cómo ad portas del bicentenario de nuestra independencia, el Congreso de la República, lejos de concentrarse en generar un clima de unidad nacional para afrontar la situación crítica en la que nos encontramos, acaba creando expectativas inconstitucionales, jurídicamente imposibles de cumplir, mientras varios candidatos van agitando la vieja monserga del cambio constitucional, para volver al deporte de “vivir haciendo y deshaciendo Constituciones”.