12 / 04 / 2021

ÍDOLO

Cuando era mucho más joven de edad, y no tan joven de espíritu, y comenzaba a adquirir mis primeras experiencias en la práctica del derecho, solía asistir, por encargo del estudio de abogados para el cual laboraba, a interminables reuniones de trabajo que usualmente se realizaban en las oficinas de las empresas a las que asesorábamos. Sin embargo, y a pesar de lo extenuante que pudiera parecer esa tarea, mi participación se daba siempre imbuido del entusiasmo e idealismo característicos de quien quiere dar sus primeros pasos, como si cada uno de ellos fuera el definitivo, para cumplir a la perfección la tarea encomendada. Una de las empresas a las cuales el despacho jurídico brindaba sus servicios -era por aquel entonces-, una renombrada firma constructora.

Las reuniones en la constructora, las dirigía casi siempre, un ingeniero civil bastante veterano, que imponía su gran autoridad; y, a quien todos seguíamos y escuchábamos con gran respeto y admiración. A decir verdad, casi como si de un oráculo viviente se tratase. El ingeniero era uno de los gerentes más influyentes de esa empresa, y, debido a su experiencia y reconocida sabiduría, usualmente nos referíamos a él, como el gurú, o, incluso, como nuestro ídolo.

El ídolo -cuyo nombre ya olvidé-, con la evidente intención de generar distensiones entre los asistentes, luego de los ardorosos y prolongados debates -muchos de ellos enconados y subidos de tono-, que dejaban profundas heridas, solía terminar estas reuniones, invitando a todos un “lonchecito”, con café, infusiones y “sanguchitos”, empanadas y bocaditos de cuidada calidad; e, incluso, si la reunión terminaba muy tarde, alguna que otra bebida espirituosa de catálogo cinco estrellas, para quien quisiera animarse.

Llegado a este punto, al concluir la reunión, era habitual que el gurú compartiera jugosas anécdotas, algunas veces picarescas y otras, verdaderamente desopilantes, logrando que, como por un fabuloso golpe de magia, los tragos amargos y las enemistades de las guerras internas no declaradas, tanto de egos, como de poderes en conflicto, se disipasen, entre grandes carcajadas, que invitaban a todos a contar historias y relatos tan hilarantes como los suyos. Con ello conseguía que el baile de máscaras recuperase el nivel necesario para la supervivencia de la organización; y, que las cosas no desencadenasen en una guerra frontal y autodestructiva, tan característica de los compartimentos estancos en pugna, y, vigentes al interior de tantas empresas como ésta. Por supuesto, hasta la siguiente sangrienta batalla de intereses, vanidades y sofisticadas arrogancias.

Gracias a la gran habilidad del experimentado ingeniero, era usual, que las reuniones terminasen entre risas y carcajadas, ayudando con su sagaz manejo a restañar las heridas. Lo cual aumentaba el sentimiento de admiración que todos compartíamos por nuestro gran gurú y maestro “consiglieri”.

En una de esas oportunidades, después de una muy áspera reunión de trabajo de un viernes por la tarde, que se prolongó hasta bien entrada la noche; el experimentado ingeniero, con demasiados sorbos de una bebida exageradamente espirituosa, se animó a comentar de manera desenfadada, una suculenta estrategia profesional que solía practicar, -según indicó-, antes de su ingreso a la empresa constructora. “Hace más de treinta años, la constructora para la que trabajaba brindaba servicios de reparación de pistas y veredas. Lo que nadie sabía es que nos preocupábamos de que las reparaciones durasen, exactamente un año. Así nos asegurábamos de mantener los servicios y negocios de la empresa a todo vapor; y, obviamente, de mantener nuestro trabajo. Cada año o dos regresábamos a reparar las mismas pistas y veredas. Nuestros cálculos eran infalibles. Era un jolgorio comprobar lo buenos que éramos, aunque el desconcierto de los vecinos era increíble. Mientras tanto, nosotros cobrábamos puntualmente”. “Evidentemente” agregó el gurú, “Sazonábamos bien. No era una alita. Había que dar pierna con encuentro, y a veces, pollo entero. Yo me encargaba de todo”; remató, el ídolo. Nunca me podré olvidar de la estruendosa carcajada que lanzó inmediatamente después de sus últimas palabras. Todos festejaron la ocurrencia con enorme algarabía y risas interminables. “Qué tal sapiencia”, “Es un capazo”, “Éste sí sabe”, “Ídolo”, se escuchaba. Mientras que yo trataba de tragar saliva para disimular mi profunda indignación. Sin embargo, fue tan evidente mi desconcierto y malestar, en especial para un viejo lobo como él, que me miró con una fiereza que no le había conocido hasta ese momento, y me dijo, “Que te pasa cachorro ¿No me digas que no sabías que así funcionan las cosas?” “¿No sabes que del cuero salen las correas?”. “Mmmmm, y yo que te veía como un tremendo trome, uno de los delfines que tanto necesitamos”.

De un momento a otro, la fiesta se convirtió en silencio sepulcral. Pero sólo por un instante. El “capi” con su sagacidad característica, volvió a intervenir, “Vamos, hijo, y por si a alguien le ha quedado alguna duda”, sentenció el gurú, levantando la voz con el tonillo de quien ha bebido algunas copas de más, “todo esto no ha sido más que un cuento de este veterano con el único propósito de hacerles reír”. “Como ustedes saben; eso no lo haría nunca. No lo hice nunca, ni lo volveré a hacer jamás”. Lo que por supuesto, despertó las carcajadas y la hilaridad reverencial de casi todos. En ese momento, y a pesar de ser un bisoño aprendiz de la vida, mi decepción fue de tal magnitud, que comprendí que sería imposible volver a participar en reunión alguna del gurú ni de esa empresa. Pase lo que pase.

Debo confesar que, aunque han sido muchos los golpes en mi vida, nunca me recuperé por completo del decepcionante impacto que esa experiencia generó en mí. En especial, por la devastadora explosión interior que me produjo tremenda revelación. El velo se había corrido ante mis ojos, para siempre. Hasta ese momento, el gurú había sido un referente al que admiraba profundamente, sobre todo, por la inobjetable autoridad, sabiduría y asertividad, con la que, aparentemente lideraba la inmensa constructora. Y, además, porque trataba y se dirigía a los colaboradores, sobre todo a los más jóvenes como yo, casi como un padre a sus hijos. El golpe fue cruel y demoledor. Empecé a distinguir -esta vez y para siempre-, que como suele ocurrir en la vida, existen la luz y la obscuridad, pero también, claroscuros. Y, en muchos casos, los ídolos que tenemos en un pedestal, pueden ser, al fin y al cabo, simples ídolos de barro. Actores notables de una tragicomedia truculenta, en la que ganan muy pocos y pierden casi todos. Ídolos de barro con casi nada de verdad y demasiada mentira, en un gran carnaval de disfraces y apariencias, en el que por supuesto, todo vale.

Gracias a Dios, y, no obstante decepciones como las que me he animado a compartir con ustedes, la vida también me ha permitido conocer líderes, sin contradicciones y que son de verdad. La esperanza no la he perdido.

Categoría: Liderazgo

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Felipe Javier Leno Montero

Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, con gran experiencia en gestión pública y privada. Facilitador y consultor en temas de liderazgo y coaching. Coach (International Leader Coach Certification) por la Professional Coaching Alliance – PCA, con número de Registro 10510.