El historiador Yuval Noah Harari, en su obra traducida al español como “De animales a dioses – Breve historia de la humanidad”, ha identificado entre otros aspectos, uno que resulta fundamental para comprender por qué los seres humanos controlan el mundo. Noah Harari señala que “(…) Todos los grandes logros de la humanidad, desde construir pirámides hasta viajar a la Luna, no se han basado en habilidades individuales, sino en la capacidad de cooperar en masa de forma flexible” (…)”. Es la flexibilidad para adoptar cambios y cooperar entre nosotros lo que hace distintos a los seres humanos.
En ese sentido, la empatía y la capacidad de cooperar a gran escala resultan imprescindibles para adaptarse a los cambios constantes de la realidad, y a la complejidad de sus problemas, en aras de buscar y encontrar las mejores soluciones posibles; así como compartir y hacer realidad una visión común. Para ello, es importante entender que ese espíritu de colaboración entre los seres humanos, debe prevalecer sobre el egoísmo o la contienda. Sin embargo, el problema se presenta cuando ese ánimo fundamental de cooperación para alcanzar un fin común altruista y edificador es transgredido, o ni siquiera existe. Como comunidad podemos y debemos decidir hacia dónde queremos ir, y por supuesto, cómo hacerlo, qué camino elegir, qué medios utilizar; y, por consiguiente, cómo cooperar con el propósito de construir esa visión. ¿Somos conscientes? ¿Nos hemos imaginado qué país queremos lograr?, ¿qué esfuerzos comunes debemos realizar para alcanzarlos?, y ¿qué debemos hacer para traspasar, aún en estos tiempos de modernidad, el estado en el cual tantos peruanos necesitan luchar día a día para alcanzar tan sólo su propia supervivencia? No obstante, y más allá de las diversas preguntas y cuestionamientos que podríamos hacernos, para lograr superarnos como sociedad, está claro que ello no será posible, si no nos ponemos de acuerdo en la forma en que debemos cooperar para conseguir este propósito. La manida frase de “El peor enemigo de un peruano es otro peruano” debe ser desterrada y para lograrlo, necesitamos de manera impostergable aprender a cooperar mejor entre nosotros, y que, por supuesto, ello ocurra de manera edificadora, no destructiva. Todo esto resulta imprescindible para enfrentar los problemas mucho mejor de lo que lo hemos hecho hasta ahora. Y, aunque parezca un slogan trillado, “Sí, se puede”. Al respecto, les cuento una historia de cómo siempre es posible recuperar la esperanza y el camino.
Dentro de los muchos testimonios que mi recorrido por el Perú me permitió conocer, hubo uno que me conmovió profundamente. Un líder a quien llamaremos Juan, que apenas bordeaba los veinticinco años, y era el menor de diez hermanos, luego de culminar sus estudios universitarios, decidió que a contracorriente de lo que tradicionalmente sus padres, abuelos y bisabuelos, habían preferido sembrar en las tierras familiares, él aprovecharía un paraje recóndito de la vasta propiedad, en donde existía un manantial y una laguna, para impulsar su sueño. Un ambicioso proyecto de crianza de truchas. Abrazando con ilusión tan preciado sueño, trabajó sin descanso y casi en solitario durante más de un año, hasta que pudo lograr los primeros resultados de su encomiable esfuerzo. Las truchas eran una realidad y Juan coordinaba los últimos aspectos para su comercialización. Todo pintaba maravillosamente. En estas circunstancias, dos de sus hermanos llegaron hasta el lugar donde Juan construía su visión. Lo convencieron de que los acompañara durante unos días para celebrar el cumpleaños de su anciano padre, quien preguntaba todos los días por él. Sus hermanos le dijeron “tu proyecto está terminado y nos llena de orgullo, en especial a nuestros padres. Acompáñanos. Nada puede pasar. Lo has logrado.” Juan seguro que todo estaba bajo control, aceptó y acompañó a sus hermanos. Sin embargo, a los tres días, -culminadas las festividades y el reencuentro familiar- Juan regresó sólo para comprobar que sus truchas habían sido envenenadas.
Nunca olvidaré el momento dramático que compartimos con Juan, quién llegó a este punto del relato sin rencor alguno, pero con el dolor que el recuerdo aún le producía y, en sus ojos, las lágrimas legítimas del líder que es; con la consternación y confusión de alguien que hasta ahora se pregunta cómo es que algo así pudo ocurrir. ¿Quién o quiénes podrían haber sido esos enemigos para llevar a cabo un acto tan siniestro y sin sentido?
A pesar de ello, Juan no se rindió. Se sobrepuso, y con la ayuda de sus hermanos, amigos y de las personas de su comunidad, que lo apoyaron de manera generosa, solidaria e incondicional, pudo recuperarse y reconstruir el proyecto, incluso a una escala mayor. La colaboración y la identificación de tantas personas con su proyecto, fueron esenciales. Hoy, sé que Juan ha logrado impulsar su proyecto, el mismo que ha prosperado de forma extraordinaria y ha resultado tremendamente inspirador; al punto que son muchas las personas de su familia y de su comunidad, las que se han sumado, y han emprendido, asociándose a él. Todo ello, gracias a su ejemplo y liderazgo, pero también a la cooperación de tantas personas que hicieron eco de su sueño, y tras la tragedia, se entregaron junto a él a la tarea de superar las dificultades para hacer que ese poderoso sueño se hiciera nuevamente realidad. Esta experiencia tan dramática como conmovedora, significó un cambio radical muy valioso no sólo para Juan, sino para su comunidad. Cuando pienso en las reflexiones de Yuval Noah Harari; en el Perú y en las fantasmales sombras de nuestros peores enemigos, vienen con esperanza a mí, las lecciones que el intenso testimonio de Juan nos deja. Me queda claro cuál es el camino a seguir y qué es lo que nos hace falta hacer -a gran escala- en nuestro país, para cambiar y edificar.