En una fecha no tan lejana que bien podría ser la de un día como hoy, recibí la invitación de un buen amigo de la oficina para ir juntos al estadio y asistir a un partido de fútbol entre dos de los equipos más populares del Perú. Las entradas se habían agotado, y no había una sola persona en la ciudad que no quisiera estar en el estadio para disfrutar del encuentro en vivo y en directo. La única condición que mi buen amigo me impuso -con las entradas en la mano- es que estuviera dispuesto a formar parte de la barra de oriente de su equipo, uno de los de mayor hinchada nacional. Teniendo en cuenta que no era hincha de su equipo, pero tampoco de su contrincante, me pareció un trato justo, casi como quien se anima a vivir una experiencia que prometía ser intensa, diferente a las que se dan cotidianamente en cualquier oficina; por supuesto, más allá de las tensiones y del estrés característicos de un trabajo sometido a innumerables presiones y urgencias como el nuestro.
Desde que ingresé al estadio, el fervor resultó extraordinario. La forma en que la barra de manera vibrante alentaba a su equipo era indescriptible. Sencillamente espectacular. Los gritos, las arengas y muy en especial, los cánticos de aliento no cesaban. Era como engancharse a la velocidad de la luz para sumarse a una vorágine y a una vibración que sólo viviéndolas se podían entender. La intensidad de la emoción era tan contagiosa que, sin ser del equipo de mi amigo, ambos terminamos eufóricos gritando a todo pulmón, incluso yo, como el más fanático de los hinchas, absolutamente mimetizado con la mística generosa de esa barra, -aunque debo admitir, en estricto honor a la verdad, que también excepcionalmente motivado por un natural y comprensible instinto de supervivencia-.
En medio de ese trance volcánico en el que la hinchada casi no respiraba, con tal de brindarle el máximo aliento posible a su equipo, gritábamos hasta perder la voz, para luego recuperarla con las pocas cuerdas vocales aún vivas, pero profundamente emocionadas. Sin embargo, un fenómeno empezó a contrariarme. Mientras sentía en medio de la hinchada, la entrega más espléndida que un ser humano puede brindar en unión de otros seres humanos cuando se ama con enorme pasión algo por lo cual se da todo de manera trepidante e incondicional, incluso al borde del ataque al corazón, y, al punto de demoler las graderías de tanto saltar con toda la fuerza que seres hermanados por una misma causa pueden compartir. Ocurría que al observar lo que pasaba en la cancha, de forma abrupta, me daba de cara contra una realidad que era como ver la misma película, pero en cámara lenta. Al tomar consciencia de esa experiencia, comprendía estupefacto que mientras todos en la barra vibrábamos sin darnos tregua y entregábamos nuestras almas y nuestros corazones, al volver la mirada sobre lo que pasaba en el campo de juego, regresaba a una realidad paralela, a un mundo en el que las cosas se desarrollaban a una velocidad infinitamente menor. Mientras que en la barra viajábamos a la velocidad de la luz, en la cancha los jugadores parecían soldaditos de plomo, que casi caminaban, sin retribuir, en forma alguna, el enorme esfuerzo de la barra que no dejaba de alentarlos. Eran, sin lugar a dudas, dos mundos paralelos y completamente opuestos.
La velocidad, el entusiasmo, la entrega, la mística de la hinchada eran lo contrario a la lentitud, la apatía, el letargo, y quizás hasta el cansancio, que se veía en la cancha. Me concentraba en la barra, y el mundo giraba a un millón de revoluciones, pero bastaba que me concentrara en lo que hacían los jugadores en el campo para regresar a un mundo de tan sólo unas mezquinas revoluciones. El impacto que esto me generaba, era casi como, si de forma intempestiva, volviera a los primeros tiempos del cine mudo del genial Charles Chaplin. Era un fenómeno extraño, pero absolutamente real. Dos tiempos, dos mundos, dos velocidades, en un mismo lugar y en un mismo momento. Era como entrar y salir de un tiempo a otro, de una dimensión a otra; en cualquiera de los cuales me podía situar según decidiera concentrar mi atención.
Me quedaba claro que el compromiso, la mística, la entrega eran completamente diferentes. El partido que se jugaba a toda velocidad y con el corazón en la boca, era el que se vivía en la barra. No obstante, el equipo de esta hinchada maravillosa perdía el partido sin capacidad de respuesta. En la cancha, no había héroes. Lo más probable es que para algunos, los mejores partidos se jugaran fuera de esa cancha -allí sí, con bastante frenesí, nocturnidad, farándula y dispendio de valiosas energías-. Y, es que, sin compromiso, no hay nada. Más aún cuando se trata de formar equipos competitivos y victoriosos. Por supuesto, y a pesar de la inconmensurable entrega de esa barra heroica y llena de mística, los resultados, lamentablemente, no se dieron. Era imposible que se dieran, sin el compromiso de aquellos en quienes depositamos nuestra confianza para liderar ese esfuerzo y sentir que, precisamente, ese esfuerzo de verdad vale la pena.
Al salir del estadio, y turbado por la derrota, -pues durante esa noche me había convertido en un circunstancial y apasionado hincha de ese equipo tan popular-, no podía dejar de pensar en los tiempos, en los cuales, siendo aún muy joven, trabajaba en una importante corporación financiera privada. Recordaba la vez que el equipo que lideraba dentro de la organización, tuvo que luchar contra viento y marea, para cumplir con la presentación de un informe extraordinariamente complejo, que nos costó varias noches casi sin dormir, ante la exigencia -de última hora- de la gerencia. Grande fue mi sorpresa cuando antes de la hora fijada dentro del exiguo plazo para la presentación del informe de máxima urgencia, tuve que trasladarme de la oficina de San Isidro a la sede principal de la empresa, para luego dirigirme a las instalaciones de un club “caleta” en el que, según me indicaron, estaba reunida la alta dirección de la corporación, todo con el fin de poder entregarlo a tiempo. A las once y media de la mañana de un día miércoles cualquiera, había en el lugar, parrilla, buena música, partido de fútbol, “buena compañía”, y, por supuesto “harta chela”. Entregué el informe que tanto sacrificio nos había costado a mí y a mi equipo, envuelto en un mar de dudas y decepción.
Mientras recordaba esa experiencia, saliendo del estadio, sentía la misma contradictoria sensación de haber entregado hasta la última gota de esfuerzo para nada. Me convencí una vez más, que no hay forma de alcanzar los mejores resultados sin el esfuerzo de aquellos en quienes depositamos nuestra confianza, y seguimos, de una u otra forma como nuestros líderes. Como en aquella oportunidad en la que era muy joven, me preguntaba cómo esta barra generosa al igual como lo hacía mi equipo en la corporación en la que trabajé, podría mantener la misma mística maravillosa, sin el verdadero compromiso de aquellos en quienes depositamos nuestra máxima confianza.
Como ocurre en la vida, y también en las organizaciones, para lograr los resultados anhelados, el momento de la verdad, tarde o temprano, necesariamente llega. Y, es en ese momento, en el cual, al fin y al cabo, se define casi siempre, la supervivencia del equipo; e inclusive, muchas veces, la de la propia organización. A estas alturas de mi vida, me he convencido que, sin el compromiso de los llamados a ser líderes, no hay victorias; y menos aún, victorias que perduren. Como decíamos en los scouts “Ojo al guía” que marca el paso con su ejemplo. Así ha sido. Y, así será.